De tributos y cavernas

 

Me pregunto qué puede llevar a alguien a asistir a un recital de unos músicos tocando temas de un grupo o compositor que admira. Sí, hablo de eso que ya es habitual, y que como tal se pretende normalizar, llamado bandas tributo. Los motivos, más allá de la jarana momentánea, se me suelen escapar; no hablamos de un grupo haciendo versiones, porque todo el mundo hace versiones y hacer versiones está muy bien, de hecho es un paso más que necesario en todo aprendizaje: tocar canciones de tus ídolos mientras se busca la propia personalidad. Y ahí está el dilema, si luego se consigue descubrir dicha personalidad y si una vez descubierta, merece la pena. Sin embargo las banda tributo son otra cosa, que básicamente se resume en interpretar con mayor o menos fidelidad (musical y estéticamente) unas composiciones convertidas en estándares, dejando en manos del oyente la decisión final de aceptar esa fotocopia como una réplica aceptable de un pasado que se añora,  limitándose a disfrutar todo lo que uno pueda con la sana intención de pasar a otra cosa en cuanto dicho concierto acabe (porque si el asunto se reduce a simplemente “eso”, a pasárselo bien con un sucedáneo más o menos resultón, pues bueno, vale, venga).

Aunque parezca que toda esta introducción es para hablar o de Greta Van Fleet, o de Letz Zep (u otro similar) o de alguna de esa bandas que, sin ningún integrante fundador, se pasean bajo la nomenclatura original (por ejemplo, Triana) no, no quiero hablar de eso, quiero hablar de otra cosa pero, antes, debía pasar por aquí para saber a qué me enfrento cuando he de hablar de esa cosa que parece que se nos viene encima sin remisión y que son los recitales con hologramas. Dicho así, la verdad, puede dar a entender que ya vengo predispuesto negativamente, y sí, es cierto, yo lo siento así. Quiero decir, me cuesta entender ya desde el principio el interés que puede tener alguien en querer ver un holograma proyectado junto a unos músicos relegados al papel de meras comparsas reproduciendo un puñado de canciones.

El asunto más allá de lo puramente crematístico (si alguien lo hace y le funciona como negocio, no tengo más que decir más allá de asegurar que desde luego si es rentable no será gracias a mi aportación). A los consabidos intentos con Ronnie James Dio, Michael Jackson o Roy Orbison, ahora se anuncian giras con hologramas de María Callas, Amy Winehouse y, lo que ya ha agarrotado los músculos de mi frente de por vida, Frank Zappa. No sé qué me parece más inexplicable, que eso pase o que yo esté escribiendo lo más seriamente que pueda sobre ello. El asalto de lo virtual a lo real (o lo que queda de ella) parece inevitable. 

Hay dos cosas que vienen a mi cabeza cuando pienso en este tema (que no es más que otro síntoma de un orden de las cosas que se puede calificar como patológico), una es el mito de la caverna de Platón y otro la jovial y exultante celebración que suele hacerse en algunos lugares como Nueva york de la película The Rocky Horror Picture Show.

Platón, con el mito de la caverna, pretendía poner en el punto de mira la cuestión de qué era real y qué no, qué nos hacían creer que era real y qué no, dónde estaba realmente esa realidad consustancial y externa al ser humano y lo que, en el fondo, y sobre todo, significaba alcanzarla, personal y políticamente. Con ello, el filósofo griego pretendía hacer una fábula envenenada sobre la cautela con la que hemos de tomar el estado de cosas que se nos ofrece y se nos cuenta, y por otro, sobre el esfuerzo que supone conseguir ir más allá y acceder a un conocimiento más completo y total del mundo. Por eso me resulta tan paradójico que veinticinco siglos después de tan potente mito platónico se nos intenten instaurar precisamente las sombras de la caverna, no solo como lo único real, sino como aquello que hemos de aceptar como bueno, suficiente y lógico.

Vivimos en los tiempos de lo virtual, lo procesado, de la copia de la copia de la copia, que se nos vende como lo único. Cada vez más encerrados en la experiencia individual de nuestro “yo” proyectado en las redes sociales, a la vez se nos invita a disfrutar comunitariamente (es decir, físicamente, en un recinto más o menos grande) de espectáculos que no son más que sombras de algo que hace ya tiempo parece que dejó de existir (o que existe, pero de otro modo, (Sala el Sol, sala «Fulanito» mediante). Y no, no hablo solamente de música. La música grabada es otra cosa; reproducimos y disfrutamos con interpretaciones grabadas porque las tomamos como obras de arte en sí mismas, obras que emocionalmente (en diferentes estratos) nos tocan la fibra y nos mueven a, lo que sea, desde simplemente bailar, a cantar, fregar, barrer, conducir, pintar, escribir, follar, conversar, gritar, correr, llorar, reír… Da igual si quien grabó esas canciones está vivo o muerto (algo que estamos comprobando generacionalmente con la desaparición de esos artífices de la época dorada pero que ya intuíamos con los diferentes mitos caídos a lo largo de los años, al menos en el rock, aunque habría que añadir que eso era algo que ya sabían los aficionados a la llamada música clásica cuando hablan de Bach o Beethoven, o también los degustadores del jazz, estilo que ha visto fallecer antes a sus hacedores más relevantes), puesto que eso da igual y, como digo, ha dejado de ser relevante con la música grabada, sin embargo con respecto a los hologramas (y pasando por lo que señalaba al comienzo de las bandas tributo), el asunto adquiere tintes algo siniestros. ¿De verdad alguien siente sus vísceras revolverse de alegría con la idea de ver un holograma de María Callas o Roy Orbison? ¿Un seguidor de Zappa afloja gozosamente la pasta para ver una proyección de Frank? Visto lo visto, parece que algunos sí. Y como parece que algunos sí, la industria se ha puesto en marcha para vendernos (una vez más) la moto.

Imagino que la cosa irá a peor. Si llevan años moldeando la opinión pública para que aceptemos cosas como la gestación subrogada o pasemos como verdaderas montones de fake news, ¿no vamos a aceptar como normal y deseable ir a ver en un escenario la proyección de quien sea? Y eso que ya tenemos donde elegir, pero los capitostes de la industria deben babear solo de pensar con la de músicos puestos en la pista de salida al hoyo que hay, empezando por McCartney y acabando por cualquier mindundi cuyo casual y eventual hit haya marcado a un puñado de adolescentes y aún se siga paseando por los escenarios.

Imagino que, al igual que como para casi todo, la respuesta es sencilla y, en gran medida, kantiana. Ante esa disyuntiva, ante la idea de comprar o no el caramelo que se nos ofrece y se nos ofrecerá cada vez con mayor insistencia, la solución pasa por preguntarse si el susodicho holograma iría a verse a sí mismo si pudiera. Me cuesta creer que la Callas viese con buenos ojos que paseen su holograma por ahí. Y no digamos ya Zappa. Ni siquiera me lo creo del bueno de Dio; y ahí está el truco, pensar que sí, porque seguro que alguno, leyendo esto, puede pensar “pues no es tan horrible”. Pienso por ejemplo en Gene Simmons, que seguro que lo ve con buenos ojos incluso hoy en día en cuanto a Kiss, pero es que yo ya digo eso de “ni regalao” ante la idea de ver un show de Kiss actualmente (y yo me lo pierdo por ser un triste, no olviden que posiblemente esté encantadísimo de sudar lo que haga falta viendo otra vez, por ejemplo, a Sex Museum; cuestión de concepto). 

Porque de eso hablamos en el fondo, de concepto, de vida. Me pregunto qué le tiene que pasar a uno para que llegue el día en el que se contente y satisfaga un holograma, máxime cuando la música, en algún momento de tu vida, te ha partido por la mitad volviéndote a recomponer después.

Hace bastantes años ya, un actor de teatro me explicó el concepto de “la cuarta pared”. Como no quiero extenderme más de lo necesario, copiaré la definición que aparece en la Wikipedia: La cuarta pared es la pared invisible imaginaria que está al frente del escenario de un teatro, en una serie de televisión, en una película de cine, o en un videojuego, a través de la cual la audiencia ve la actuación. Mejor dicho, es lo que separa entre la vida de los personajes con cualquier espectador, ya sea en cualquier medio. Se utiliza el término «romper la cuarta pared» para referirse a la acción de uno o varios personajes que interactúan con el público espectador. Pues bien, el rock se basa, desde el primer guitarrazo, precisamente en esto último, en “romper la cuarta pared”, en que ha de existir un trasvase emocional entre lo que pasa sobre el escenario y la gente que está frente a él. Cómo sea ese trasvase es lo que hace grandes a unos grupos y a otros. No ahondaré más en eso, me parece obvio y allá cada cual cómo lo articule en su vida, pero la pregunta es clara, ¿qué se esconde detrás de esa puesta en valor del holograma? Precisamente, la nada. Pretender que debamos disfrutar ante un holograma significa diluirnos en una nada emocional; que la cuarta pared se rompa con la mera proyección de un ídolo, de una imagen, de una sombra, significa vernos abocados a virtualizar nuestras emociones, a diluirlas un poco más, convirtiéndonos a su vez nosotros en fantasmas, en imágenes, en sombras de lo que fuimos (si es que fuimos algo, si es que nos reconocimos frente a un grupo, si es que nos sentimos alguna vez realmente vivos aullando cualquier canción frente al que la estaba interpretando; la peor parte será para aquellos que se sientas vivos por primera vez frente a un Dio de mentira, unos Beatles de mentira, y no hablo ya frente a unos tipos vestidos de los Beatles y haciendo de los Beatles, sino frente a una proyección de los Beatles).

Pero no todo va a ser tan horrible. Comentaba también que me venía a la cabeza al pensar en este tema de los hologramas una película: The Rocky Horror Picture Show. Aunque me viene más a la cabeza las fiestas homenajes que se montan alrededor de su proyección. Porque si hay algo que pueda hacerme decir “bueno, venga, vale” con este tema es teniendo en mente esta película, o lo que en algunos lugares pasa con esta película. La película The Rocky Horror Picture Show ha llegado a nuestros días convertida en un film de culto, alcanzando la categoría de mito. Compuesta por Richard O’Brien (Riff-Raff en la película), se estrenó como obra de teatro musical en el año 73. Debido a su éxito, la 20th Century Fox, decidió, tras un acuerdo con los productores del musical, trasladar la historia a la gran pantalla. Dirigida por Jim Sharman, el film se estrenó a finales del año 75. Con el tiempo, cientos de fans, movidos por el boca a boca, acudían cada semana a las proyecciones que se llevaban a cabo en cines de sesiones de madrugada. Este fenómeno se fue extendiendo y se creó lo que se conoce como Audience Participation: la proyección de la película, acompañada de la actuación de grupos de actores que representaban los números musicales y, que contaba, como plato fuerte, con la participación del público, que repetía los diálogos, coreaba las canciones y recreaba ciertas escenas utilizando los llamados “props” o elementos que conforman el “kit recreativo”: confeti, arroz, matasuegras, guantes de látex, etc… a su vez, los actores guiaban a los “vírgenes” para que supiesen cuando utilizar cada cosa y disfrutar del espectáculo como un fan aventajado.

Quizá solo si es así, es decir, únicamente frente a un holograma integrado en algo mayor, entendido como un despiporre desinhibido más o menos transgresor, pues, mira, igual sí hay algo que defender… Pero como lamentablemente la cosa parece que va de comprar la estampita y además de manera seria, formal y sin risas, pues mire usted, entonces como que mejor me voy a cualquier tugurio donde toque una buena banda de blues o de lo que sea, visto lo visto… 

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