Jesucristo, tú me enseñaste el camino (1)

Mi relación con el cine comenzó a través de la televisión. En aquellos remotos años de mi infancia, la oferta en las salas (había dos) en un pueblo como en el que yo vivía, era bastante reducida. En una ponían los estrenos de hacía dos años y en la otra, películas de romanos y de chinos (de Bruce Li, con “i”) aunque nunca salían juntos. No teníamos multisalas y los niños íbamos por nuestra cuenta, y no recuerdo haber visto una película infantil hasta que fui adulto. En verano disfrutábamos de dos cines al aire libre donde podías ver desde El exorcista o Papillon hasta E.T. o En Busca del Arca Perdida. Incluso Holocausto Caníbal… Pero mi estreno en un cine de verdad fue en unas vacaciones en otra ciudad, y fue un estreno glorioso, con un musical en inglés y subtitulado. Ése fue mi primer contacto con el cine y el rock, todo en uno. No es mi pretensión, por imposible, hablar de la larga conexión entre ellos y me voy a limitar a hacer una remembranza, más o menos cronológica, de mis experiencias rockcinéfilas.

Jesucristo Superstar (Norman Jewison, 1973) fue disco y obra de teatro antes de llevarse a la gran pantalla. Repasar todas las versiones teatrales de esta ópera-rock nacida del ingenio de Andrew Lloyd Webber resultaría interminable, por eso destacaré sólo algunos detalles. Por este musical han pasado multitud de intérpretes, algunos de ellos rockeros de nombre, como Alice Cooper, Sebastian Bach, John Lydon o Corey Glover, y como curiosidad, dos de los que se calzaron el sayo del Mesías acabaron cantando en Black Sabbath: Ian Gillan en Born Again y Jeff Fenholt, que grabó la versión primigenia del disco Seventh Star (que se quedó en maqueta) y que además mantuvo un rollete con la octogenaria Gala (sí sí, la de Dalí). En España lo interpretó Camilo Sesto, y molaba mazo.

La película había despertado cierto malestar entre sectores religiosos conservadores y el público español se debatía entre la expectación y la desconfianza. Por supuesto, de todo esto yo no sabía nada (tendría 7 u 8 años) y allí me planté, sin la menor idea de lo que iba a ver, aunque he de decir, sin asomo de presunción, que yo era de los más preparados entre los presentes para entender una obra de tal atrevimiento. En mi tierna inocencia infantil, yo desconocía todo lo que tuviera que ver con el nacionalcatolicismo o la Transición, pero de Jesús iba sobrado, porque iba a un colegio de monjas y me lo habían explicado todo divinamente. Así pues, para mí no fue ninguna sorpresa contemplar cómo una panda de hippies desgreñados se bajaba de un autobús y cantaba las sagradas escrituras a su buen entender, y que Judas era negro. Tampoco me impresionó en absoluto ver que los romanos llevaban metralleta o que Herodes bailaba el charlestón, como bien me habían enseñado las monjitas.


Muchos años después, al ver cómo terminaba Titanic (no he conseguido, por no haberlo intentado, verla entera nunca), recordé aquella primera experiencia con Jesucristo Superstar y encontré una extraña semejanza entre el final de las dos películas: pese a que uno deseaba subirse y el otro no y no pretendo en absoluto comparar a Leonardo DiCaprio con Jesucristo (Jesucristo caminaba sobre el agua, lo que le hubiera resultado muy útil a Leonardo) ¡los dos protagonistas cabían en la tabla!

Tras aquel primer trance infantil, prosiguió una experiencia un poco menos religiosa. Sgt Pepper’s Lonely Hearts Club Band (Michael Schultz, 1978) fue la traslación a la pantalla del homónimo LP de los Beatles y podría considerarse un experimento o un capricho un tanto infantil para mayor gloria de Peter Frampton y los Bee Gees. Del argumento recuerdo poco o nada, pero sí me acuerdo de que todo era muy colorido y jovial y que todos los actores vestían raro y hacían el borrego. Por supuesto, nada que objetar a la música de los Beatles, y el elenco de invitados (si os tomáis la molestia de ver el cast del final), que incluye a Alice Cooper, Aerosmith, Rick Derringer, Heart y muchos otros, no desluciría, ni mucho menos, al lado de la cuadrilla del “We Are the World”.

Y, para no perder la costumbre de los musicales subtitulados, me atreví con The Wall (Alan Parker, 1982)… dos veces. Fue salir de la primera sesión y comprar otra entrada para la siguiente, porque la película me impactó y sobre todo porque a mis 11 ó 12 años yo era bastante tarugo y aquello sobrepasaba mis cortas capacidades mentales. Vamos, que no entendí un pijo ni la primera ni la segunda vez. Aun así, aquel comienzo con “In the Flesh”, los niños cayendo a la trituradora de carne al ritmo de “Another Brick in the Wall Part II”, las secuencias de animación plasmando las alucinaciones y paranoias del protagonista Pink, cargado de traumas desde la infancia, y las escenas finales del juicio y la caída del muro me dejaron impresionado. The Wall daría para escribir varios libros, pero yo me limito a contar brevemente las sensaciones que me produjo, y valga esto como pequeño homenaje al gran Alan Parker. Por cierto, la música es de Pink Floyd.

Una breve pausa para ir al frigo y volvemos.

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