1987: El año de la serpiente (2ª parte)

La historia de la grabación de 1987 fue tortuosa y difícil, pero para David la cosa acabó bien. No así para los otros tres involucrados (Sykes, Murray y Aynsley Dumbar; Don Airey desapareció tan pronto como cobró). La historia es conocida por todos: fichajes rutilantes y competentes pero inofensivos para el übermench del corral, carrillos mordidos, coches, poses chulas, videos emitidos a todas horas, ventas indencentes, posters a tutiplén y don Perignon a destajo. Para un chaval de 13 años buscando centrar su identidad musical resultó ser el grupo ideal. 1987 era un disco perfecto para la época; para los que no conocíamos de nada a Coverdale parecía un flamante grupo nuevo dispuesto a comerse el mundo, y para sus seguidores era lo de siempre pero sonando distintos, sin rastro de feelin´ blues pero con la garra macarra necesaria. El disco en sí es despampanante. No dejéis que las reediciones conmemorativas o incluso las ediciones diferentes para los distintos mercados, con orden distinto de canciones (o algunas más), os engañen. Yo sigo prefiriendo el orden de mi viejo vinilo, edición europea. ¿Por qué? Porque es perfecta, no (o no solo) porque sea con la que yo he crecido, sino porque pienso que es esa edición la que deja ver esta obra en todo su poderío. Creo que incluso es posible ver cierto hilo narrativo en 1987 con ese orden. Vale, no es algo de tipo complejo, ni con enfoque dickensiano, pero sí que hay algo ahí envenenado y perfecto para los millones de adolescentes salidos y desnortados del planeta. Con respecto a las chicas, lo que ofrecían resultaba obvio; no era nada sutil y tal vez algo machista, pero funcionaba: mojar bragas mientras aflojan la pasta.

Formación gira 1987

Pero, ¿cuál era esa historia tras 1987? Cara A, cuatro temas: Crying in the rain, Bad Boys, Still of the night y Here I go again. Pocas cosas superan eso. Veinte minutos apabullantes. Temáticamente la idea era sencilla pero impactante, sudorosa e imbatible, como un remake de Top Gun protagonizado por Ginger Lynn. El prota es un machote con corazón, sensible, pero ha sufrido un gran desengaño (lo han dejado de mala manera) así que está muy jodido y destrozado; para resarcirse y olvidarse de esa mala mujer se va con sus colegas de fiesta porque son malos y fardones. Después, ya puestos hasta arriba de todo, autoestima también, nuestro prota se queda prendado de una diosa, a la que aulla como lobo en celo. Finalmente, en un final de primer acto glorioso, olvidadas las penas, vuelve de nuevo a por todas con una elegía autoafirmativa. Caída, redención y retorno; coño, suena casi épico, como Ulises con guitarra, como la primera parte de un drama shakesperiano (Romeo), como un Holden Caulfield sin las dudas profundas, como un salidorro Henry Miller (¿más?) sin genio literario, como un Fausto capaz de decirle a Mefistófeles dónde están los mejores locales de striptease de la zona.

Al darle la vuelta al vinilo la cosa no aflojaba pero se añadían matices narrativos: Give Me All Your Love, Is This Love, Children of the Night, Straight for the Heart y Don’t Turn Away. Nuestro prota ha encontrado a la chica que de verdad le pone, lo cual no es una novedad porque le ponen todas, pero a esta la siente “especial”, tanto como para abrir su corazón y preguntarse si tras su entrampamiento hay amor. Sin embargo, por mucho amor que crea sentir, o quizá asustado por ello, se vuelve a ir con sus colegas de fiesta, a rockear de lo lindo, pero en pleno subidón recuerda a su chica y termina yendo a su casa a rogarle (desesperado pero de buen rollo), bajando de la nube y reconociendo que ella es lo más importante, que sin ella no es nada, pidiéndole que por favor no se vaya. Como las buenas historias (o las historias con trampa), esta también termina inconclusa y lo que queda son un puñado de emociones muy humanas; euforia, pena, rabia, alegría, calentones (de cabeza, de corazón y de entrepierna) y que apuntan certeramente a lo que todos los adolescentes sienten alguna vez frente al espejo. Todo ello presentado en un envoltorio musical imbatible y efectivo, tan abrumador como pirotécnico, pero también visceral y afectivo. Que cambiaran el orden a un lado u otro del atlántico me hace sospechar que aquel nudo narrativo fue casual y que lo mismo daba, pero yo vi una historia y me gustaba su orden y el porqué del mismo. Mi 1987 es así y, aunque me hice con la reedición del 25 aniversario, cuando quiero escucharlo entero, me pongo el vinilo porque me cuesta entenderlo y disfrutarlo si no es de ese modo. Pegas le pongo muchas, claro, descubierto el Coverdale pre 87, lo prefiero mil veces antes que al David algo chillón buscando ser el Robert Plant de fin de siglo (porque el siglo XX acabó musicalmente en 1992). Y Sykes como solista nunca me ha gustado del todo; sus solos me parecen chillones, desbaratados (líricamente), pirotécnicos y abrumadores. Abofetean, pero no te enmiendan de nada (aunque a veces acierta). Como compositor e intérprete en directo es imbatible, pero prefiero otro tipo de guitarristas (claro que uno lo ve en youtube interpretando Bad Boys junto a Marco Mendoza y Tommy Aldridge y piensas que lo que hace está al alcance de muy pocos).

 

Los daños colaterales de tamaño éxito darían para otro artículo y ni el gozoso revolcón que supuso Good to be bad logró quitarme la amargura del monstruoso y destartalado Slip of the tongue, por mucho que la asombrosa reunión de Coverdale con Jimmy Page atesorase más virtudes que defectos (y por mucho que, tengo la intuición, el verdadero Coverdale fuese el de Restless heart, el David que se da cuenta de todo lo ganado y todo el pasado que ha perdido a la vez). Pero así de jodidos son los pactos con el diablo; duros de firmar pero rutilantes y lujuriosos tras ello, aunque siempre acaban teniendo secuelas dolorosas y tras el confeti solo queda el serrín. David Coverdale firmó en 1987 un pacto con el diablo del que, a pesar de tener hoy por hoy su casa en el lago Tahoe libre de cargas, aún amargan sus consecuencias. La primera y más importante es la idea de que, todo lo que anteriormente grabó, es pasto de nostálgicos, tierra quemada, tabula rasa; el chulazo mundano y vacilón de raigambre blues desapareció para siempre, quedando solo el cock rocker; sí, quizá rescate un puñado de canciones para los setlist correspondientes de las sucesivas giras hasta hoy, pero todo lo que Whitesnake es en general y David Coverdale en particular, se mide a través del álbum 1987: sonido, concepto de banda, imagen y actitud. Posiblemente mientras se corta las uñas en su terraza frente al agua refulgente del lago Tahoe viendo el sol caer, eche de menos componer con el risueño y amable Bernie un rumboso boogie, pero a quien llama por teléfono para suplir a Doug Aldrich es al modelazo de Joel Hokestra. Y aunque por mucho que se consuele pensando que su ego ya se ha templado y poco importa que Joel le saque cabeza y media y luzca mejor tipazo que él, David sabe que daría el brazo derecho por sacar bajo el nombre de Whitesnake muchas de las canciones del disco que Bernie Marsden publicó hace poco, titulado Shine, decentísimo trabajo lleno de temas perfectos para la castigada voz de David, o también algunas de ese grupito de Moody y Murray que se llama Snakecharmer, o aquel disco que los tres citados sacaron bajo el nombre de Company of snakes y que tanto tanto tanto le hubiese gustado grabar a él con ellos. En definitiva, hacer algo real, como los viejos tiempos. ¿Forevermore no es real? Sí, claro, tan real como Jenna Jameson. Por mi parte, a los pocos meses de caer rendido ante 1987, pregunté y busqué discos del David anterior. Así descubri uno de mis discos preferidos, Ready and Willing. Lo sé, soy un romántico and this is a song for ya…

Fukuyama se sacó de la manga el término “fin de la historia” para cosas como el disco 1987 y tipos como Coverdale; no puede haber vuelta atrás ni se puede avanzar salvo que uno niegue la imagen proyectada en el imaginario colectivo de la mayoría. Sin revolución (que puede ser una vuelta al origen), todo se convierte en cliché y termina siendo estéril, como los simples destellos artificiales y forzados de una barra americana para ricos ejecutivos.

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