Lo confesaré, no tenía ni puta idea de quiénes eran Whitesnake antes de que el vídeo de “This is love” apareciese por la tele de mi casa en junio de 1987. Y lo confieso con pesar, porque siento eso como una falta en mi expediente rockero cuyo marchamo luzco con orgullo en la intimidad. Quiero pensar que meneé la cabeza en algún momento un par de años antes con, no sé, quizá «Guilty of love” o, mejor, con “Walking in the shadow of the blues”, y que quizá lo hiciera en casa de mi primo, o en su coche, o alguna radio de cualquier bar, por dios, donde fuese, pero que ya sabía de la existencia de David Coverdale antes de que se rodease de plúmbeos musicazos con pinta de glamurosos empotradores. Sin embargo no fue así, y me jode. Pero, coño, me digo, si solo tenías 13 años… pero nada, no me vale. Y no me vale porque ya sabía quiénes eran Gary Moore e Iron Maiden; Dio ya había entrado en mi vida, y el “Restless and wild” de Accept me lo sabía berrido por berrido, y Barón Rojo eran los más grandes, aunque nadie me hubiese avisado de que eso de “tienes once años y pareces una vieja” iba dirigido a su discográfica y yo me devanase la sesera pensando que quizá iba dirigido a una niña insoportable (si yo conocía a alguna, ellos fijo que también) pero luego venía eso de “vives prisionera de tus gustos ancestrales” y ya se me desbarataba la tesis porque ya no sabía si a esa hipotética niña resultaba que le gustaba Antonio Machín, rezar el rosario o llevar polainas; lo que quiero decir es que, aunque solito y con un filtro algo defectuoso (“Wild boys” de Duran Duran me había parecido más heavy que el “Jump” de Van Halen un par de años antes) ya sabía que eso del rock, heavy, rock duro, o como se llamase, era lo mío. Por eso me jode tanto no haber sabido que el definitivo übermench melenudo se llamaba David Coverdale, y que llevaba más de una década partiéndose el pecho como un laborioso currante rockero, rodeado de un puñado músicos que, aunque algo faltos de atractivo, iban sobrados de talento.
1987 me lo compré en casete en el mercadillo de los jueves de mi pueblo, en el puesto-furgoneta de Salva, justo antes de comenzar el colegio en septiembre, después de ahorrar todo lo que pude currando en la lavandería familiar, y me lo compré en cinta porque era más barato y así me daba también para el “Somewhere in time” de Iron Maiden en vinilo, que era mi objetivo principal. Mierda, parece que estoy hablando del pleistoceno, y de hecho quizá sea así: tardar meses en conseguir dinero suficiente para comprar la música que querías (ayer me descargué 8 discos, sé que escucharé más de dos veces 4 de ellos, y que dentro de varios meses ni me acordaré del título de ninguna de esas canciones, ahora bien, soy capaz de recordar por enteros los 8 minutos con 34 segundos de “Alexander the Great” de los Maiden o cada nota del doble “Strangers in the night” de UFO).
Hablo de estas cosas porque dan la medida de lo que hay que tener en cuenta para explicar la historia de ciertos grupos como Whitesnake en general y su disco 1987 en particular. Porque están el vídeo (y precisamente el vídeo con Tawny) de “This is Love”, y también el de “Here I go again”, están mi diletantismo y mi torpe desconocimiento, está mi cinta conseguida con mucho esfuerzo (y que, todo sea dicho, luego compré en vinilo porque la cinta la perdí en un jodido guateque de esos que en ese tiempo montábamos en casa de los abuelos de un amigo llamado Ortega, donde nunca me comía un colín y acababa viendo cómo casi todos acababan bailando agarrado, intentando tocar algo de piel abriéndose paso a través de infames hombreras, vaqueros de talle alto e inesperados codos mientras yo rumiaba mi odio pensando en estamparle un botellín al siguiente guaperas de turno que me soltase condescendiente eso de “las baladas heavies son las mejores”)
Y por último está el mítico número 1 de la revista Metal Hammer en su edición española, diciembre de 1987, con, exacto, David Coverdale en la portada, y que tuve la suerte de comprar (pero que no conservo porque acabó desmenuzada, decorando varias carpetas escolares; la portada de ese número dice más de mí que el álbum de mi comunión) donde me enteré de todo: pasado, gloria a pequeña escala (europea la llamaban), crisis, reconversión y final éxito mundial del Whitesnake. Pero ya es hora de dejar de hablar de mí y pasar a hablar del disco que nos ha reunido alrededor de este fuego, el cual ha cumplido la friolera de 30 años.
Tras “1987” nada fue igual ni para David Coverdale, ni para ninguno de los músicos que estuvieron involucrados en él; tampoco lo fue para Whitesnake como banda (si es que alguna vez lo fue más allá del propio David). “1987” fue el disco de la tierra quemada, el Atila que asoló el legado anterior, el Frankenstein teñido, estilizado, neumático, siliconado, perfumado, metalizado, recauchutado y puesto al día que logró vender diez millones de discos, el disco de la erección continua, del doloroso priapismo que a pesar de todo no logra borrarte la sonrisa de la cara. “1987” es un disco disparate tan maravilloso que, antes de ser publicado, nadie daba un duro por él, y después de publicado y visto su éxito, todos entienden (o entendemos) por qué lo petó de ese modo. El culebrón que acompaña su gestación, composición, grabación y publicación es digno de cualquier buen guionista de la HBO, en él hay celos, luchas de interesen, dudas, intriga, drama, euforia, malentendidos, metomentodos, mujeres, sexo, divorcios, enfermedades, total, un culebrón. Si alguien quiere conocerlo o rememorarlo solo ha de visitar la magnífica página metal80 en wordpress. Intentaré no repetir lo que ahí se dice (porque, entre otras cosas, ahí se dice mejor) pero conviene recordar ciertas cosas.
En 1985, David Coverdale tenía 34 años. Acababa de terminar la gira de un disco buenísimo que había funcionado comercialmente mejor que ningún otro firmado anteriormente a nombre de la salida serpiente albina, contando con una banda tan competente como brillante (después de una tumultuosa época de idas y venidas de miembros): Neil Murray, un bajista que llevaba con él desde el principio, demasiado joven para la vieja escuela y algo desfasado para la nueva pero que resultaba ser un pilar fundamental; Cozy Powell, un batería de relumbrón, mercenario de copete que nunca se casó con nadie, pero poseedor de un estilo tan propio como inimitable; y un guitarrista, John Sykes, que lo tenía todo, toque, talento, hermosura natural y escandoloso pelazal. Cierto que Cozy había dicho que se iba, pero ya encontrarían el repuesto adecuado, solo era el batería. Y al frente estaba él, David Coverdale, que tampoco se quedaba atrás en lo que a talento y fachada se refería pero al que todo el mundo (y sobre todo su nuevo manager, John Kalodner) le decía que, o daba el pelotazo ya, o estaba acabado. Con 22 años le habían fichado para cantar en Deep Purple, sueño que duró 4 años y cuyos réditos tampoco le resultaron lo suficientemente excelsos como para no tener que partirse los morros en escenarios de todo tipo cuando intentó continuar su carrera. El mundo de la música mutaba delirantemente mes tras mes y año tras año, y resultó que sí, que the video kill the radio star incluso para los sudorosos hombretones rockeros enamorados de boogie blues que eran vistos como unos carcas para el público casual de A-Ha y como unos trasnochados para los nuevos dioses de la tachuela y las mallas.
Poco a poco, la sensación de que ya no valía con la canción perfecta, sino que había que ofrecerla en un envoltorio bonito y/o al menos, resultón, se fue haciendo más patente, hasta el punto de que llegó a primar la imagen sobre el talento (el llamado síndrome MilliVanilli). La era Reagan y la decadencia soviética aceleraban todo, y los sueños de fama y dinero se promovían de tal manera que anulaban todo lo demás, como si esas dos cosas fueran las únicas metas en la vida y lo demás romanticismo trasnochado para bobos progres. Siempre, de alguna manera, en la música había sido así, si no triunfabas en el mercado americano (envenenada frase, pues todo se ve reducido a mercado) no eras nadie. Sin embargo, Coverdale sabía que era alguien, eso estaba claro, pero por más cerca que había estado de conseguirlo, tras vislumbrar la puerta con los semi-hits de “Saints and Sinners” (“Crying in the rain” y “Here I go again”) y llamar a ella con tanta decisión como nulo resultado gracias a “Guilty of love”, el pobre no sabía qué más hacer… Tras más de diez años de enjundiosa y dignísima carrera (que por aquel entonces yo desconocía por completo pero que me disponía a solventar), David, oh David, se sentía perdido y aburrido, con la sensación de hastío sobre sus hombros pero con las mismas ganas de siempre de seguir contoneando su serpiente blanca por el mundo y cantar sus sentidas loas sobre sexo sudoroso y amor por el blues rock. Tenía una fiel base de seguidores, pero si había alguna cosa que pudiera hacer para aumentar el número de féminas en sus conciertos y de ceros en su cuenta corriente, era todo oídos… Incluso regrabaría, si su nuevo A&R tenía razón, esas canciones que no funcionaron porque el grupo no era el más atractivo y vistoso del mundo. “¿Qué más tengo que hacer para tener mi propio Atlantic Crossing, como Rod, como Elton, como Julio? Dicen que se le oyó decir a Kalodner al salir de una tensa reunión con los de Geffen Records. Ya he despedido al del bigote y sombrero, y antes me deshice del taponcete, y mira que me jodió porque era un compositor buenísimo y además con buena voz. ¿Te he dicho que tengo un temón que le vendría de muerte a Tina Turner? ¿Qué más he de hacer, teñirme?»
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