JOHN & JOHNNY, CON VOSOTROS EMPEZÓ TODO. PARTE 2: “JOHNNY”

Y si en el Oeste mandaba John, el jefe de la jungla era Johnny. Para los que tenemos cierta edad nos pasa con Tarzán lo mismo que con James Bond: si nos preguntan por 007 no pensamos en Daniel Craig, ni siquiera en Roger Moore, sino en Sean Connery, y en el caso de Tarzán, ni los más recientes Alexander Skarsgärd, Casper Van Dien o Christopher Lambert, ni los anteriores Lex Barker ni Gordon Scott (5 y 6 películas respectivamente) dejaron tanta huella en nuestras memorias como el único y genuino Rey de los monos, Johnny Weissmüller. 

Este hombretón de 1,94, campeón olímpico y recordman mundial de natación se estrenó en el cine con Tarzán de los monos y repitió papel en otras 11 cintas más. La historia de Tarzán, según la novela de Edgar Rice Burroughs, es la siguiente: unos aristócratas y su hijo son abandonados en la selva africana tras un motín en el barco en el que viajaban. Los padres mueren y al hijo lo cría una manada de simios. En las películas, al chaval nos lo presentan ya bien talludito y con la elocuencia de un torero, y con esta elipsis narrativa, nos liberan o nos privan, según se mire, de todo su proceso de desarrollo y aprendizaje, desde la infancia a la edad adulta, y de pasajes de importancia vital tales como el acné juvenil, la edad del pavo o las poluciones nocturnas. 

Tarzán es lo que podría considerarse “un buen salvaje”. Ha sido criado bajo las normas de la Naturaleza y el respeto por cualquier bicho viviente, animal, planta o piedra, aunque esto no es impedimento para que se líe a guantazos con cocodrilos, leones o rinocerontes si se ponen muy tontos. Además de su fuerza, su destreza en el combate y su agilidad para cruzar la selva de liana en liana, posee un arma de poder increíble que sería objeto de deseo para cualquier sindicalista: EL GRITO. Este recurso sólo lo utiliza en situaciones extremas, como un gran incendio o una inundación y tiene la capacidad de movilizar a TODOS los animales de la jungla. Este grito, dicen,  tiene su origen en los cantos tiroleses, y es una incógnita cómo llegó a aprenderlo el rey de la selva que, por otra parte, siempre prefirió lucir taparrabos antes que lederhosen. Sus mayores aliados son sus elefantes Simba y Pachi (no, no es un elefante de Bilbao) y la mona Chita. Chita es la simpática y juguetona chimpancé que le alegra el día a día, en el buen sentido, y Pachi y Simba se ocupan de las labores más duras y en ocasiones ayudan a Tarzán a salir de situaciones difíciles o peligrosas. Están muy bien entrenados y son capaces de interpretar órdenes por comandos de voz según el contexto. Si hay que empujar un árbol, Tarzán dice ¡Simba, andawa! Y Simba empuja. Si hay que tirar de un árbol, Tarzán dice ¡Pachi, andawa! Y Pachi tira. Y así con otras muchas operaciones. 

Al contrario que en las películas del Oeste, en las películas de Tarzán el malvado es el hombre blanco, el invasor que viene a apoderarse de tus riquezas. El argumento habitual era el siguiente: una expedición (de blancos) llegaba a la selva y se encontraba con Tarzán (con lo grande que es África y cómo caían siempre en el mismo sitio no lo explican en ningún momento). Los expedicionarios convencían (o engañaban) a Tarzán o a Jane (su compi, una chica mona) para que les mostraran determinado sitio, como el cementerio de elefantes, con supuestas buenas intenciones, que no son otras que llevarse todo el oro, diamantes, piedras preciosas y marfil que se encuentren. Para ello había que atravesar territorios sagrados o prohibidos (territorio yuyu) y enfrentarse a los diversos peligros que esconde un entorno tan hostil como la selva. Leones, serpientes, arenas movedizas, precipicios, arañas como paelleras, monos que tiran piedras y por supuesto, las tribus autóctonas son algunas de las trampas que la expedición tenía que sortear. Estas expediciones se componían de expedicionarios y porteadores. Los expedicionarios contrataban a los porteadores y sería de alabar que fomentaran el empleo local si no fuera porque en el pack iba un negraco llamado Bomba que inflaba a latigazos a los pobres transportistas. El avance de la caravana siempre estaba marcado por los siguientes sucesos y en ninguno de los casos se detenía para atender heridos o recuperar la carga: 1- El suelo se tragaba al primer porteador, que caía no se sabe dónde soltando un alarido. 2- Una flecha perdida daba en el blanco, en este caso en el negro, y mataba a un porteador. 3- Un porteador se pasaba de frenada en una curva y se despeñaba por un barranco. 4- El jefe de la expedición decía: “¡Alto, escuchad! Tambores… esto no me gusta nada”. 5- Unos cuantos metros más adelante el jefe de la expedición decía: “¡Alto, escuchad! Los tambores ya no suenan… esto no me gusta nada”. En ese momento ya sabías que de esa trampa no iban a escapar y era entonces cuando empezaba el festín. 

El ansia de tesoros y riquezas puede cegar la razón y empujar al hombre codicioso a embarcarse en empresas que le sobrepasan. La arrogancia del invasor blanco al creerse poseedor del derecho a profanar tierras que han permanecido intactas durante milenios conlleva muchos riesgos, porque nunca se sabe dónde te va a saltar un caníbal hambriento. Las tribus africanas llevan siglos regulando su demografía a base de matar y zamparse a sus vecinos (a veces no en ese orden) y, como es lógico, esto no aparece en los folletos de la oficina de turismo, y los expedicionarios de las películas de Tarzán, obcecados en sus viles intenciones y creyéndose superiores, caían en la prepotencia, lo que suponía su perdición. Para estas tribus, la llegada de forasteros era todo un acontecimiento gastronómico. El hombre blanco suponía para ellos un manjar exótico, como para un occidental comer sesos de mono o pulpo vivo. Sin embargo, comérselos sin más hubiera significado un insulto hacia quienes iban a ser el plato principal, por lo que era imprescindible un acto ceremonial: antes del aderezo, los ataban de brazos y piernas a dos árboles cruzados y luego cortaban la liana que los mantenía en tensión. Rápido, doloroso, efectivo y elegante. En medio de toda esta cuchipanda, el jefe de la expedición solía escaparse, pero el karma le deparaba un destino cruel, haciéndole caer en arenas movedizas y condenándolo a una muerte lenta y angustiosa ante la mirada impasible de Tarzán.

Para finalizar y sólo como anécdota, el episodio que se salía un poco (sólo un poco) de este patrón se hizo uno de los más populares. En Tarzán en Nueva York a nuestro héroe le cambian la jungla africana por la jungla de asfalto y protagoniza una de las escenas más recordadas de la saga, saltando de cabeza al East River desde lo alto del Puente de Brooklyn. Si vais a Nueva York, no intentéis repetirlo, son más de 75 metros y repatriar un cadáver requiere mucha burocracia.

Y hasta aquí este largo preámbulo de lo que en adelante iremos viendo en Windmill que, sin dejar de lado el cine en todos sus géneros y épocas, se centrará más en películas y temáticas relacionadas con la música rock. Tiempo habrá de tratar asuntos de la importancia como la evolución de la cara de Nicholas Cage o si Morgan Freeman fue alguna vez joven. Como diría Super Ratón: “No se vayan todavía, aún hay más”

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