Duro y potente
Y aquí hay que diferenciar entre la dureza del estilo y la potencia en escena. Manowar posee el récord de decibelios en un concierto y eso no significa, ni de lejos, que sea la banda más dura del planeta. Por lo que a mí se refiere, la banda más potente que he visto -y he visto a Manowar- ha sido Ministry. Fue en Bilbao y temblaba el suelo. Para los oriundos de allí fue apenas un leve cosquilleo, pero a mí se me desordenaron los órganos, internos y externos. Y con respecto a la dureza del estilo, si estableciéramos una escala de géneros musicales en la que el Heavy Metal estuviera en el término medio, en el punto más “blando” encontraríamos el soft rock y el rock melódico y en el extremo más “duro” podríamos situar el brutal death metal. Hace unas décadas, el heavy metal habría estado en la parte más alta de la escala, pero con la aparición de los distintos géneros de metal extremo, es razonable que se encuentre en el punto medio. Una de las particularidades de los fans acérrimos de un género en concreto es que suelen ser bastante herméticos a otros géneros de distinta dureza. Dentro de esta escala, es poco probable encontrarte a un death-metalero en un concierto de AOR, y viceversa. A lo sumo se acercan uno o dos niveles, pero no mucho más. Otra característica diferencial sería la actitud del público. En el nivel más duro, el del metal extremo, son prácticas habituales los pogos y moshpits que, básicamente, consisten en bailar y saltar golpeando a los demás. De estas prácticas existe una variante conocida como “wall of death”, en la que el público se separa en dos frentes que chocan violentamente en el centro, con estruendo de huesos, cráneos y escrotos rotos sin mediar provocación ni proferir ofensa alguna. Es preferible su ejecución en espacios abiertos, donde la distancia facilita el incremento de la energía cinética y, por tanto, el impacto es mucho más fuerte. En espacios cerrados de menor aforo, la energía cinética desarrollada es más pequeña y por tanto los descalabros deslucen en sonoridad y vistosidad. Y en el nivel más blando, el del soft rock, destacaríamos lo que se conoce como “wall of life” y que sería algo así:
-Propicias tardes. Dispense por haberle pisado.
-Huelgan las disculpas, he sido yo que he puesto el pie debajo ¿Qué tal la familia? ¿Los niños bien?
-Los dos en la Universidad.
-Crecen tan deprisa…
Otro aspecto a tener en cuenta es el de los teclados y otros instrumentos añadidos al rock, al heavy y al metal. En la actualidad, muchos grupos de metal han dejado de lado los recelos que durante años han tenido los fans de la música más dura hacia el uso de violines, flautas, ukeleles y demás gaitas, si exceptuamos las bandas de folk metal o de progresivo, por supuesto. El instrumento menos “metalero” que yo haya visto en un concierto, aparte de un acordeón, ha sido una botella de anís y una cuchara. Hace años, Dave Mustaine hizo unas declaraciones en las que sentenció que “si tiene teclados, no es heavy metal”, en beligerante referencia hacia la música que hace Yngwie Malmsteen. No tengo constancia de si hubo reacción alguna por parte del sueco, pero sí estoy al tanto de cierta leyenda (que yo tengo por hechos reales) que cuenta que estos comentarios llegaron a oídos de Jon Oliva quien, después de una agotadora gira, se encontraba hambriento. Fue al encuentro de Dave Mustaine y sin previo intercambio de cortesías, lo abrazó efusivamente hasta la asfixia y lo engulló sin masticarlo, como hacen las anacondas, para instantes después regurgitarlo ante la incapacidad de digerir tanto vinagre.
Shred o no shred
A propósito de Yngwie… otro debate más. Técnica y velocidad frente a feeling, sencillez y energía. En el rock siempre han existido los “guitar heroes”, esos magos de las seis cuerdas que marcan la diferencia entre un grupo especial y uno simplemente bueno, pero lo de los shreders es llevar la forma de tocar la guitarra a otra dimensión. Todavía recuerdo la primera vez que escuché a Yngwie. Me quedé alucinado. Muchos le achacan que sus temas no son demasiado buenos y, como dicen en Regreso al Futuro III, “¿por qué querría nadie ir tan deprisa?”, pero mi sensación fue de algo grotescamente vertiginoso. Para los detractores de este tipo de guitarristas, esta forma de tocar es insustancial y carente de feeling y prefieren al músico que transmite más con una sola nota que el que te bombardea con un aluvión de digitaciones a toda velocidad. Para los defensores, el dominio de la técnica permite una mayor variedad de formas de expresarse con el instrumento (la guitarra). Yo no me posiciono por ninguno de los dos bandos: he disfrutado y me he aburrido con todo tipo de guitarristas. De todos los shreders que he escuchado, me gustaría destacar, sin extenderme, tres discos que me causaron particular impacto, cada uno por razones distintas. El primero, Eyes Of The World de Tony MacAlpine, es todo un alarde de composición, producción y buen gusto. Uno de mis discos favoritos de siempre; el segundo, Sex And Religion de Steve Vai, marcianadas aparte, me descubrió a Devin Townsend; y el tercero, Surfing With The Alien de Joe Satriani, demostró que es posible escuchar un disco instrumental sin dejarlo a la tercera canción. Hasta los títulos de los temas coinciden con lo que transmite la música. Cada vez que escucho el tema que da nombre al disco, me imagino cabalgando las olas en una tabla de surf en Tarifa. Mi sueldo no me llega para imaginarme surfeando en Malibú.
De repente, el blues
“Ya verás como sólo hace éste y después vuelve al heavy”, me dijo un amigo, tan erudito en el hard rock y el heavy como nefasto pitoniso. Me estoy refiriendo al disco Still Got the Blues de Gary Moore. Este disco no fue una sorpresa para los fans de siempre del iracundo irlandés, sabedores de su vena bluesy . Entre los puristas del blues, fue un disco repleto de excesos guitarreros que chocaban con la (relativa) simplicidad de este género. Para quienes ni lo conocían, y que incluso no habían escuchado un disco de blues en su vida, fue como una especie de epifanía, un descubrimiento, porque el blues llevaba ahí apenas un siglo. Esto sirvió para descubrir también (los que no las conocían) a las más importantes figuras del género. Así, no era extraño subirte al coche de algún amigo y que te dijera: “Escucha, que vas a flipar”, y te ponía un directo de Johnny Winter (o de John Lee Hooker, o de B. B. King, o de Stevie Ray Vaughan, o de…) del año 1973, o 74, o 75… Para mí tenía su lado bueno: si el viaje era largo, al tercer corte ya me había dormido.
El eterno debate entre la expresividad y la técnica. Adoro la expresividad de Satriani, las notas eternas de Gary Moore, el neoclásico desbordante de Yngwie Malmsteem y para todo lo demás y por encima del bien y del mal gente como Jhon Petrucci, qué es mejor o peor? Para gustos los colores y los sonidos… no descartaría ninguno.