JOHN & JOHNNY, CON VOSOTROS EMPEZÓ TODO. PARTE 1: “JOHN”

Que bien podrían ser Lennon y B. Goode, pero no, hoy hablamos de cine. En Windmill Rock Magazine queremos ampliar nuestro radio de acción y nos gustaría hablar también de la relación entre cine y rock. Pero antes, como considero que sin dolor no hay beneficio (no pain no gain, como dicen muchos grupos de hard rock) creo conveniente un ejercicio de nostalgia y haceros pasar el trance de poneros en antecedentes de cómo servidor se aficionó al cine. Estoy convencido de que tanto en cine o música o literatura o lo que sea, todos tuvimos un punto de inflexión, un momento que nos despertó la pasión. El rock puede esperar un poco… pero sólo un poco.

Hace unos 40 años, en una realidad distópica en la que no existían Internet, los teléfonos móviles ni las consolas, el tiempo libre se repartía en dos opciones: la calle y la tele. En la primera opción, las actividades eran las mismas que ahora se pueden practicar desde el sofá de manera virtual, con la única diferencia de que te podías partir el cráneo: jugar al fútbol, el parkour en su forma más primitiva (mucho antes de que le pusieran ese nombre) y las batallas de tirachinas, cuando no de pedradas a secas. La segunda opción, la de la tele, no tenía nada que ver con lo que disfrutamos ahora. Había dos canales y ni siquiera se llamaban Primero y Segundo, sino que eran el VHF (Very High Frequency) y el UHF (Ultra High Frequency) y, aparte de que nadie tenía ni idea de lo que significaban esas letras, el Very le ganaba al Ultra, que casi nunca se veía. La programación televisiva tenía tres momentos culminantes (obviando Curro Jiménez): el viernes por la noche con el Un, Dos, Tres y las sesiones de cine del sábado, tarde (Primera Sesión) y noche (Sábado Cine). La de la tarde casi siempre estaba dedicada a clásicos de aventuras, westerns y películas de Tarzán y la de la noche a películas más recientes. Como yo era de sueño fácil, me voy a centrar en la sesión de tarde.

Advertencia: Todo lo que a continuación se relata puede ser una tergiversación de la realidad, producto de la edad, la cerveza y la convicción, ilusoria o no, de que hubo tiempos mejores.

En las pelis de vaqueros (aunque las vacas pintaban poco y casi nunca asomaban el cuerno) los cineastas encontraron un filón casi interminable. La conquista del Oeste no se hizo en un día y tan vasto y agreste territorio era un escenario ideal para el desarrollo de multitud de historias y personajes. Toda conquista conlleva la asimilación o la aniquilación de la población indígena y en la lucha entre el conquistador (el hombre blanco) y el pueblo nativo a conquistar (los pieles rojas, los indios) se centró buen número de westerns con una constante: Hombre blanco bueno y listo/Indios malos y tontos. Bajo esta premisa, era muy común observar cómo los vaqueros engatusaban a los indios con baratijas y agua de fuego para quedarse con sus territorios y, cuando se rebelaban, los indios siempre perdían todas las batallas (Little Bighorn fue un fake). El dominio de la estrategia militar, la superior letalidad de sus armas y una larga tradición de conquistas,colonizaciones y exterminios hacían que la balanza se decantara indefectiblemente hacia el bando más civilizado.

Por otra parte, el western es un género eminentemente masculino. Cierto es que hubo personajes femeninos muy intensos en algunos clásicos (Johnny Guitar, Encubridora, Río Bravo…) pero, por lo general, el papel de la mujer solía ser secundario. Una de las escenas que se repetía era la siguiente: una chica se ponía de parto, casi siempre en mitad de un tiroteo, y los cowboys, que sólo se preocupaban de pegar tiros literal y metafóricamente, se veían abrumados ante tal trance. Y era entonces cuando el ángel salvador se manifestaba en forma de mujerona, para escarnio de los pobres patanes, y gritaba ¡Apartaos! ¡Traed trapos! ¡Hervid agua! Después de cuarenta años me sigo preguntando qué narices hacían con los trapos y el agua hirviendo.

James Stewart, Gary Cooper, Clint Eastwood o Henry Fonda fueron grandes intérpretes de westerns, pero si hubo un Rey de este género, ése fue John Wayne y, en un grado superior, Randolph Scott que, sin ser un gran actor ni haber llegado al cénit de la fama, se lo montaba con Cary Grant, y sólo por eso se merece el título de Emperador y dos estrellas en el Paseo de la Fama. John Wayne protagonizó algunos de los más memorables como La Diligencia, El Dorado, Río Bravo, Valor de Ley (por el que consiguió el Oscar), sin embargo, hay un título que es aclamado por la mayoría de la crítica y considerado como una de las grandes películas de la historia: Centauros del Desierto (The Searchers). No os dejéis engañar por el título en español, no salen hombres con cuerpo de caballo ni bigardos con falditas. Eso sí, desierto hay para aburrir.

Ethan Edwards (John Wayne) persigue a una tribu comanche y a su jefe Cicatriz (Henry Brandon), que han raptado a su sobrina Debbie (Lana Wood/Natalie Wood) y, después de 5 años de búsqueda, encuentran el poblado y la caballería se pasa por la piedra a todos los indios, pobres despistados que todavía no se han enterado de que su tierra ya no les pertenece, y rescatan a Debbie, que después de tanto tiempo se ha convertido en mujer y se parece una barbaridad a Natalie Wood, porque es ella. Cicatriz adoptó a Debbie como una hija y le inculcó una profunda ojeriza hacia el hombre blanco, razón por la que ella se resiste a ser rescatada. La chica está asilvestrada y se ha quedado medio mongui y, a pesar de eso, la Civilización vence de nuevo y Ethan se lleva a la muchacha de vuelta a casa. 

Esta película ha sido analizada durante mucho tiempo por la crítica y el personaje de Ethan Edwards y el propio director, John Ford, han sido tachados de racistas. Aunque aquí he simplificado mucho la historia para no extenderme demasiado, es de justicia verla, con sus virtudes y sus carencias, y apreciar los muchos matices y detalles que la convierten en imprescindible, nos guste o no. John Wayne hizo otros muchos westerns, no tan complejos como éste, aunque no por ello peores. Decían que se interpretaba a sí mismo y se convirtió en un icono por eso, no por su versatilidad. Beber whisky al golpe, soltar sopapos como panes y sus andares escarranchados fueron sus señas de identidad.

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